AMOR INTERESPECIE

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¡BUEN DÍA!

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PERROS Y GATOS FAMOSOS LA FAMA ES PURO CUENTO (AQUÍ NO TRATAMOS SÓLO DE PERROS Y GATOS AFAMADOS O CON AMIGOS CÉLEBRES) PERO ES UNA BUENA PUERTA DE ENTRADA PARA CONOCER HISTORIAS O ESTAMPAS ENTRAÑABLES. AL FIN Y AL CABO: EN CUALQUIER PERRO O GATO CONFLUYEN TODOS LOS PERROS O GATOS QUE EXISTEN O HAN EXISTIDO TANTO EN LA REALIDAD COMO EN LA IMAGINACIÓN HUMANA.

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lunes, 29 de noviembre de 2021

LA GATA QUE VIVÍA EN EL PALACIO - SEI SHONAGON

 






 La gata que vivía en el Palacio (Sei Shonagon)

A la gata que vivía en el Palacio le habían conferido el honor del tocado de la nobleza y la llamaban Dama Myobu. Era una gata muy linda y Su Majestad tenía buen cuidado de que la trataran con cariño. Un día paseaba por la veranda y la Dama Uma, el ama que la cuidaba, le gritó:

 —iQué traviesa! Entra inmediatamente. La gata no le hizo caso y se quedó tomando sol. Para darle un susto, el ama llamó al perro Okinamaro y le dijo: 

—Okinamaro ¿dónde estás? Ven y muerde a la Dama Myobu. El tonto de Okinamaro, creyendo que el ama hablaba en serio, se abalanzó sobre la gata, que asombrada y aterrada corrió detrás de la persiana en el Comedor Imperial donde estaba sentado el Emperador. Atónito, Su Majestad levantó a la gata y la tuvo alzada. Llamó a sus caballeros de honor. Cuando apareció Tadataka, el Chambelán, Su Majestad ordenó que Okinamaro fuera castigado y desterrado a la Isla del Perro. Los servidores se apresuraron a correr al perro en medio de la confusion general. Su Majestad regañó también a la Dama Uma. Le dijo: 

—Tendremos que buscar una nueva ama para nuestra gata. Ya no puedo contar contigo para atenderla. 

La Dama Uma se inclinó. Desde entonces no volvió a presentarse ante el Emperador. La Guardia Imperial no tardó en apresar a Okinamaro y en expulsarlo del Palacio. iPobre Okinamaro! Solía andar tan arrogante. Hace poco, en el tercer día del Tercer Mes, cuando el Primer Secretario Veedor lo hizo desfilar por los jardines del Palacio, el perro estaba engalanado con guirnaldas de hojas de sauce, flores de durazno en la cabeza, y collares de flores de cerezo en todo el cuerpo. ¿Quién le habría dicho que ésta sería su suerte? Todos nos apiadamos. Una de las damas de honor recordó:
 —Cuando Su Majestad estaba cenando, Okinamaro siempre estaba presente sentado frente a nosotras. ¡Cómo lo extraño! 
Cerca del mediodía, pocos días después del destierro de Okinamaro, oímos el fuerte ladrido de un perro. ¿Cómo puede un perro ladrar durante tanto tiempo? Todos los demás perros salieron como locos para ver que sucedía. Mientras tanto, una mujer que lavaba los baños, corrió hacia nosotras. Dijo:  
—Es terrible. Dos Chambelanes estan castigando a un perro. Van a matarlo. Lo castigan porque volvió después de haber sido desterrado. Tadataka y Sanefusa son quienes lo golpean. 
Evidentemente la víctima era Okinamaro. Quedé muy afligida y mandé una sirvienta para pedirles a los hombres que desistieran, justo en aquel momento cesó el ladrido. Una de las criadas me informó: 
- Está muerto. Han tirado su cuerpo fuera del portón. 
Esa tarde, cuando lamentábamos la suerte de Okinamaro, entró un perro muy triste; temblaba todo, y su cuerpo estaba hinchado. Una de las damas de honor dijo: - ¿Será posible que éste sea Okinamaro? Últimamente no hemos visto ningun perro que se le parezca, ¿no es así?
 Lo llamamos por el nombre, pero no respondió. Algunas de nosotras insistíamos en que era Okinamaro; otras, en que no era. Al oír nuestra discusión la Emperatriz dijo: 
—Busquen a la Dama Ukon. Ella podrá identificarlo. La Emperatriz señalando al perro preguntó: 
—¿Es Okinamaro? 

La Dama Ukon dijo: —Se parece mucho, pero no puedo creer que esta abominable criatura sea nuestro Okinamaro. Cuando yo llamaba a Okinamaro siempre acudía moviendo la cola. Pero este perro no reacciona. No, no puede ser el mismo. Y además, ¿acaso no fue Okinamaro golpeado hasta morir y su cuerpo arrojado? , ¿Cómo puede sobrevivir un perro después de haber sido azotado por dos hombres fornidos? 

Al oír esto Su Majestad se puso muy triste. Cuando oscureció le dimos al perro un poco de comida. El la rechazó y decidimos que no podía ser Okinamaro. 

Al día siguiente fuí a atender a la Emperatriz cuando estaban peinándola y ella hacía sus abluciones. Yo le sostenía el espejo cuando el perro que habíamos visto la noche anterior se deslizó en el cuarto y se agazapó junto a una columna. Dije: 

—Pobre Okinamaro. ¡Cómo lo golpearon ayer! iQué triste pensar que ha muerto! Me pregunto en qué cuerpo se ha reencarnado. ¡Cómo habrá sufrido! 

En ese momento, el perro acurrucado junto a la columna se echó a temblar y derramó un raudal de lágrimas. Era asombroso. 

—iSe trata de Okinamaro! —dije poniendo el espejo en su lugar. El perro se estiró en el suelo y ladró agudamente, de suerte que la Emperatriz quedó encantada. Todas las damas se presentaron y Su Majestad llamó a la Dama Ukon. Cuando la Emperatriz explicó lo que había ocurrido, todas hablaron y se rieron, muy alegres. La noticia llegó al Emperador, que acudió también. Observó sonriendo: 

—Es asombroso que un perro pueda sentir tan hondo. 

Cuando las damas de honor del Emperador se enteraron de la historia, acudieron en grupo.

 —iOkinamaro! —gritamos y esta vez el perro se levantó y rengueó por el cuarto con la cara hinchada. 

—Que le sirvan comida —dije. 

La Emperatriz agregó con alegría: 

—Sí, ahora que nos ha dicho quién es, que le den de comer. 

Informado el Chambelan Tadataka, se apresuró a salir del antecomedor. Preguntó: 
—¿Es verdad? Quiero verlo con mis propios ojos. 
Ordené a una doncella que le llevara este mensaje: 
—Siento contestarle que temo que este no sea el mismo perro. 
Tadataka contestó 
—Sea lo que fuere, no faltará ocasión de que yo vea al perro. No podrán escondérmelo indefinidamente. 
Poco después, Okinamaro recibió el perdón del Emperador y volvió a su feliz estado anterior. Aún ahora, cuando recuerdo cómo se quejaba y temblaba respondiendo a nuestra simpatía, el episodio me parece triste y comnovedor. Cuando alguien me lo recuerda, me pongo a llorar. 







jueves, 25 de noviembre de 2021

NUEVE PERROS Y "MIMOSO" - SILVINA OCAMPO

 




El primero estaba en un cuadro pintado al óleo, sobre la chimenea del comedor de la casa de campo, donde veraneaba en mi infancia. Mientras comíamos en una enorme mesa, con muchos comensales y fuentes, yo miraba de soslayo al perro, que era de caza con dibujos en la piel que se asemejaban a un mapa, y él miraba de frente, como miran los perros. Recuerdo que estaba sentado al pie de un árbol sin follaje, en que se apoyaban la mochila, los rifles, las escopetas, las perdices y no sé si una liebre o varias, o si todas las perdices eran liebres. Yo también estaba sentada, casi a la cabecera de una mesa en forma de óvalo, cubierta con un mantel de Damasco, blanco, con rosas, mariposas o lirios. De buena gana hubiera cedido mi asiento y me hubiera sentado al pie del árbol.  A ese perro pintado me unía el silencio. Ninguno de los dos hablábamos a la hora de las comidas; yo, por timidez, y él, no por ser perro sino por estar en un cuadro; así me parecía a mí. "Ayúdame a sobrevivir", tal vez le habría dicho interiormente, si hubiera sabido formular el sentimiento, porque siempre en mi infancia, en mi adolescencia y después, por bastante tiempo, sufrí de vivir: hasta que lo conocí a Áyax.




El segundo se llamaba Áyax. Me parecía hermoso, más hermoso que todos los otros, quizá por su altura, la belleza de su piel o la mirada, que era tan viva y tan noble. Me enseñó que no sólo el hecho de ser un perro, sino el de tener un perro, es trágico a veces. Me enseñó también a conocer, a apreciar la verdadera fidelidad. No era mío, pero eso no importaba, ya que en toda posesión hay remordimientos; fue mi predi­lecto, pero ¿qué digo?, fue mi predilecto porque lo asocio a la llegada de la felicidad: este es el mayor motivo de gratitud que tengo. En mi recuerdo, la dicha va siempre acompañada de aquel perro, como San Roque del suyo.


Áyax era atigrado, con orejas chicas y frías. Sus ojos eran del color amarillento del agua de los estanques y, cuando se enfurecía, grises. Parado sobre las patas traseras, alcanzaba la altura de un hombre. Que fuera tan grande y que tuviera las orejas tan chicas y frías, me enternecía no sé por qué. Yo solía acariciarle las orejas y no el lomo o la frente, que su amo acariciaba mirándole los ojos con tanto entendimiento. Recortado parecía un tigre, sobre todo cuando apo­yaba la mandíbula sobre el suelo, mordiendo ávidamente un hueso. Las primeras veces que lo vi, más que simpatía, me inspiró miedo. Cuando advertí que era bueno, a pesar de su color, de su tamaño y de su ladrido, me sentí protegida por él, pero todo eso tardó en suceder, porque ni él se rendía a mi adulación, ni yo a su franqueza. Yo no podía prever que todo aquello que me inquietaba en él, alguna vez me infundía tranquilidad, que las noches en el campo, el silencio, la soledad, los ruidos arcanos, la oscuridad total, gracias a Áyax, ya no me acecharían con amenazas. Áyax era el guardián, la sirena de alarma, el médico rural. Se me antojaba que tenía poder de apagar el fuego, ahuyentar la muerte o los malos espíritus. Durante un verano, cuando nos mudamos a la casa de campo que había pertenecido a una de nuestras abuelas, el piso alto se llenó por la noche de ruidos insólitos, que atribuimos al principio a comadrejas, gatos o ratones que corrían por el techo, hasta que apareció un sombrero sin dueño, que nadie reconocía. El sombrero era indudablemente de otra época. Lo mirábamos sin comprender, como los monos miran los objetos que inventan los hombres. Áyax nos miraba. Entonces supimos que la casa estaba habitada por fantasmas y que uno de ellos usaba sombrero. Nos alegramos, pero Áyax, siempre vigilante, creyó que los ruidos y los objetos misteriosos nos molestaban, destrozó el sombrero olvidado en la silla de mimbre, ladró a los pasos anónimos que poblaban el admirable silencio y ahuyentó a los fantasmas.


Áyax tardaba un buen rato en acomodarse en su cama. Daba vueltas en un círculo cerrado hasta que se acostaba. A veces las vacilaciones eran angustiosas; después de vueltas y vueltas, se detenía y miraba escandalizado algo en la cama, pero ese algo era un mínimo detalle, que nadie, salvo él, advertía.


Nunca ponderamos bastante la inteligencia de un animal querido, pues no podemos citar una frase que haya dicho o escrito memorablemente; para alabarlo contamos sólo con las manías o los gestos íntimos de cariño que tuvo y que van perdiendo fuerza con el tiempo, a medida que los borran de nuestro recuerdo tantas acumuladas frases orales y escritas de los seres humanos.


Cuando hablamos de un perro, nadie nos cree, y si nos creen, apenas nos escuchan, porque piensan: "Yo también tuve (o tengo) un perro", o bien, "Nunca me interesaron los perros".




No poder repetir algo que Áyax me dijo me parece ahora extraño, pero, ¿acaso hablar es tan importante? Un detalle de su biografía, que no omitiré, es que hubo en nuestra vida un antes y un después de Áyax y un cuando Áyax, el más feliz de todos. Esto me recuerda las palabras que cita Arthur Waley en la biografía del poeta chino Li Po: "Cuando avanzaban hacia el patíbulo, Li Su volvióse hacia su hijo y exclamó: —Ah, si todavía estuviéramos en Shanghai, cazando liebres con nuestro perro castaño. "¡Cuántas veces quisiéramos estar con aquel perro!


Áyax tenía un ladrido profundo: siempre gruñía antes de ladrar, como si dijera "Voy a ladrar". Para el común de los perros, su fidelidad era exagerada. Una vez casi se suicidó: creía que atacaban a su amo y se arrojó del piso alto de la casa para defenderlo. Cuando me fui a vivir con él, no quise que durmiera en mi dormitorio, que era el cuarto donde él acostumbraba dormir. Advirtió que al llegar la noche yo no lo dejaba entrar en el cuarto. Usó de una estratagema que surtió durante unos días efecto; con prudente anticipación se acomodaba a la entrada del dormitorio, apoyando la cabeza contra la puerta abierta, de modo que no pudiera echarlo, ni cerrar la puerta. La primera vez intenté echarlo y gruñó. Con respeto me alejé. La segunda vez amenazó morderme. Durante un tiempo me resigné a su capricho, luego cerré la puerta todas las noches antes de su llegada. Quedó perplejo y triste y no volvió a gruñirme.




Cuando su amo se iba de viaje, yo tenía que dormir teniéndole la pata, porque su llanto era tan lastimero que me veía obligada a consolarlo de ese modo. "No llore —yo le decía—, volverá muy pronto." Nunca lo tuteé como a los otros perros. Le estrechaba la pata en mi mano, de igual modo hubiera estrechado una mano, hasta que se dormía, o que yo me dormía. Pero tal vez toda esa representación era un engaño y en lugar de ser yo quien lo tranquilizaba, él me tranquilizaba. No le gustaban las playas: se le erizaba el pelo cuando caminaba en la arena. Con los años se volvió maniático. Después de comer, hipócritamente, como si hiciera una caricia, se limpiaba el hocico en los pantalones de cualquiera, salvo en los míos y en los de su amo, siempre que no estuviera distraído. Tomaba los remedios dócilmente, comía dulce de leche. Creíamos que le iba a gustar como a nosotros, algún día. Pero él no dudaba de sus gustos. Una vez la perrera lo recogió en la calle y hubo que buscarlo hasta la calle San Pedrito; entre coches fúnebres y carros de basura que llevaban flores. La angustia de perderlo y la alegría de encontrarlo, fueron parejas. Sus amores eran apasionados. No me parecía posible que un perro tan serio se volviera tan desconsiderado. Se escapaba de la casa, en busca de una hembra, cruzaba potreros, campos desiertos, arboledas, como si nunca fuera a volver, y si volvía lloraba toda la noche y todo el día. Se enamoró de Sombra, que fue su más grande amor. Sombra no valía nada. Lloró por ella muchas noches, sin dejarnos dormir. Tuvo hijos, casi mató a uno, a Sacastrú, cuando lo vio por primera vez en una estación. Una piedra en el campo, donde murió, lleva su nombre. Cuando paso junto a esa piedra, siento ganas de persignarme o de ponerle flores.




El tercero, o más bien la tercera, se llamaba Sombra, era negra, tenía una oreja parada y otra caída, lo que le daba un aire apesadumbrado. Seguramente la habían castigado mucho porque andaba siempre con la cola y la cabeza entre las patas, salvo cuando estaba en celo y se ponía desdeñosa y erguida, haciéndonos creer que era preciosa. Invariablemente, después de esos días, queríamos enderezarle la oreja doblada y le poníamos tela adhesiva.




El cuarto se llamaba Sacastrú. Atigrado, vicioso, triste y solitario, Sacastrú, con un imperceptible vaivén, pasaba horas debajo de un sauce, para que las ramas, que eran como cortinas, y su propio movimiento, le hicieran cosquillas. Nos reíamos de él: se me antojaba que era como reírme de un mudo o de un niño. No creo que fuera tan idiota como parecía. Sospechábamos que se hacía el idiota. Por otra parte, nadie se ocupó de educarlo. Alguien dijo que era hipó­crita o rabioso. Juzgué la acusación injusta. Los hombres no soportan que un perro sea independiente.


Dicen que está rabioso al verlo solo. Tres o cuatro veces por año, durante cinco días, tenía un amo, no se hacía la ilusión de tenerlo; entonces se alegraba un poco, vigilaba las puertas y salía de su inercia. Ese ilusorio amo era un amigo nuestro que venía a visitarnos en el campo de vez en cuando y que no quería a Sacastrú, pero que se sentía un poco halagado y obligado por amabilidad a demostrarle algún cariño, permitiéndole dormir en el umbral de su puerta. Nada más.




El quinto se llamaba Lurón, Lurón de la Morlay. No tenía cola. Su pelo castaño era enrulado y suave. En una de sus orejas alguna vez puse un moño. Alguien me preguntó por qué lo disfrazaba. Me ruboricé y le quité el moño, pero le puse en el collar un cascabel. Era un perro de aguas, de circo de ciegos. A Áyax, al principio le desagradó la intromisión en nuestra casa, de otro perro que no fuera de su familia, de su estatura. "¿Qué hace aquí este enano sin cola, más incómodo que la arena y que duerme en mi dormitorio?", decían sus ojos. Trató de ignorarlo; luego, cuando lo consideró, le gustó menos aun. Sin embargo, se acostumbró a él y fue durante un tiempo su perro favorito y no el mío, como lo fue después. Lurón, en cambio, siempre lo admiró y hasta puedo decir que lo imitó. No existieron rivalidades entre ellos: ni siquiera por un hueso, por una hembra o por una persona que acariciaba a uno de ellos más que al otro.


A Lurón le placía revolcarse sobre las osamentas, los excrementos y las basuras; fue su único defecto. Nunca perdió la costumbre, por bien bañado y peinado que estuviera y por grande que fuera su remordimiento. Después de esas transgresiones, el mundo lo repudiaba. Ningún perfume lo salvaba de la indeleble fetidez. Alguien lo torturó quemándole las orejas con cigarrillos encendidos, tal vez porque ensució una alfombra o un piso encerado. Nunca se descubrió al desalmado, aunque sospecho que fue alguien que lo llamaba "Preciosura" y lo acariciaba como si lo quisiera. Le dejó para siempre, donde los perros de juguete llevan el precio, una muesca en la oreja.


Era un gran nadador. Como a todos los perros de aguas, le gustaba el agua y era difícil retenerlo cuando veía un charco, una zanja, una laguna, un lago, un arroyo, el mar. Ahí olvidaba basuras, amor, ham­bre. Preso de un incontenible frenesí acuático, se tiraba al agua saltando sobre las olas si las había, nadando en contra de la corriente si la había. Con maestría sorteaba las dificultades que le regalaba el agua en las cascadas de Córdoba, en Mar del Plata, en las rompientes más bravas, en las lagunas entre los totorales y los patos salvajes. Ebrio de barro y de arena, olvidado de la tierra, salía del agua mirándola de reojo, lamiendo sus últimas gotas, lamentando de­jarla, como si fuera su elemento.


Juntos bordeábamos zonas de milagro. Una noche asábamos castañas en las brasas. Lurón me secun­daba. Como en un sueño mirábamos el fuego. Oíamos música. Era una de esas noches que no se olvidan. No hay motivos para que uno las recuerde, salvo la belleza que emana de ellas. Con un hierro yo movía las castañas y las daba vuelta; aparté o creí apartar una castaña y la tuve en mis manos, pasándola rápidamente de una mano a otra, hasta dejarla caer. Lu­rón la mordió, la dejó caer y la mordió de nuevo para dejarla caer. ¡Era una brasa!

Lurón aprendió a hacerse el muerto, a marchar, a bailar, a sacar los sombreros a personas que estaban de pie, a arrastrarse por el suelo, a llevar los diarios o una canasta, a saltar por un aro. Con éxito hubiera trabajado en un circo.


Bastaba decirle: "Acordate de tus antepasados" pa­ra que redoblara su paso de baile. Sabía que esa era la prueba más importante de todas las que hacía, porque la gente sonreía y lo rodeaba sin hablarle (sa­bía distinguir la sonrisa burlona de la sonrisa de ad­miración). A veces creo que lo aplaudieron, y aunque el sonido de los aplausos no le agradó, supo de algún modo lo que significaba tener éxito.


Recuerdo que Teresa Borra y Carmelo Soldano, con cierto escepticismo, querían que Lurón los obedeciera. En vano intentaban meterle el diario en la boca gritando: "Llévele La Nación a la señora", "Llévele el periódico a la señora", "Llévele esta cosita a la señora"; Lurón no obedecía.


—Teresa —yo protestaba, dirigiéndome a Soldano, esperando que él comprendiera, tiene que tutearlo a Lurón y decirle: "Llévale el diario a la señora"; de otro modo el perro no entiende.


El diaria ya estaba tan manoseado, que parecía un trapo. Y Teresa insistía:


—Llévele el diario a la señora. Llévele esta cosita a la señora. —Lurón no se movía. —Lo que pasa es que el perro va cuando quiere pobre animal— regañaba Teresa.


—Animal es usted —Soldano reía.


—Gracias —musitaba Teresa.


—No comprende que el perro no puede recordar tantas palabras: ¡La Nación, "el periódico'', "esta cosita"! Usted la confunde —explicaba en vano.


—Claro —exclamaba Soldano.


—Por eso diga que el perro no entiende. ¡Qué sabe si el diario es La Nación o La Prensa! Para él todo es lo mismo. Pobre animal —gritaba Teresa, con sus ojos apenados—. Hay que ver que no es una persona.


—Animal es usted —yo insistía.


Era distraído: siempre esperaba mi llegada, para demostrarme su alegría. A veces, cuando yo estaba desde hacía una hora en casa él oía un ruido en la calle, creía que yo iba a llegar de nuevo y delirando de alegría rasguñaba la puerta.


iAlguien entraba; no era yo! Con un profundo suspiro, se sentaba de nuevo a mis pies, para volver a esperarme.




Su obediencia, a veces tan extrema, era nociva. Cuando subía al automóvil, no tenía que moverse, y no se movía hasta que la palabra hop le permitiera salir de su sitio y de un salto, bajar del coche. Un día se acomodó debajo del asiento de tal modo que mirando dentro del coche no se lo veía. Cuando llegué a casa, después de hacer varias diligencias y abrí la puerta del coche, no lo vi a Lurón, vi sólo su ausencia en la carpeta de felpilla. Volví a salir. Volví a llamarlo. Fue entonces cuando Borges, para consolarme o para enfurecerme, me dijo: "Si lo encontraras, ¿estás segura de reconocerlo?" iComo todas las personas que no tienen perros, creía que todos los perros son iguales!


A los ocho años, Lurón enfermó y se volvió más inteligente aun e inventivo. Menos dependiente de las órdenes que le daban. No esperaba que le dijeran que hiciera pruebas; las hacía por su cuenta, e inventaba algunas, como abrir una puerta, o marchar reculando. Era un payaso, un buen actor cómico cuya sola apariencia hace reír. Que no tuviera cola lo ayudaba, pues cuando estaba contento, movía la parte trasera, en vez de mover la cola que le faltaba. Bailaba de pronto en medio de la calle, o sacaba el sombrero a alguien que pasaba. Lo operaron cinco veces en la Clínica de Animales Pequeños. Frente al veterinario bailaba por­que sabía que su baile era irresistible y pensaba que tal vez lo salvaría de una operación, pero el veterinario, a pesar de reírse, lo llevaba a la mesa de operaciones y no lo salvaba de la operación ni lo salvó, llegada la hora, de la muerte.




La última vez que enfermó, me olvidé de él. Lo dejé en la sala de operaciones. Cuando volví a verlo, me sentí culpable; parecía un fantasma. Quizá no se pue­da decir que un perro está pálido, demacrado: Lurón estaba pálido, demacrado. "No tiene cura. ¿Quiere que le demos una inyección para que no sufra más?”, me dijo el veterinario, con los ojos llenos de lágrimas. Ese para que no sufra más, significaba la muerte, la muerte más amable que podía ofrecerle. Asentí. Le dio una inyección. Lurón quedó como un trapo, como una piel curtida, con los ojos brillantes, de vidrio. Los hombres que limpiaban las jaulas donde alojaban a los perros enfermos cavaron un foso debajo de un aromo, para enterrarlo; mientras yo lloraba, reían de verme llorar. Era pri­mavera. Pensé que rodeada de ese aire festivo, la muerte resultaba más triste, pero sabía que me equivocaba: igualmente triste hubiera sido en verano, en otoño, en invierno. Pocos días después, soñé que hablaba por teléfono con Lurón. "No tendré otro perro", dije varias veces. Y durante un tiempo tuve algunos perros sabiendo que no iba a quererlos.




El sexto, Dragón, era un perro pila, el perro que usan de remedio en las provincias, para el asma, para los males del corazón, para el reumatismo. Chico, con la cara torcida, un ojo más alto que otro, con la piel hirviendo, pelada y rugosa, con dos hileras de dientes y expresión risueña. Nunca tuvo collar, ni cadena, ni cama; dormía en cualquier parte. Un día lo trajeron de Córdoba. Nadie lo quiso mucho, pero todos estábamos a punto de quererlo. Era el perro de cualquiera: la bolsa de agua caliente para los pies, el tacho de basura que se come los huesos y las hojas de lechuga. Su lugar favorito era la cocina, cuando el horno estaba encendido, y siempre temblaba de frío, a pesar de que su cuerpo ardiera como las brasas. Ni las chispas ni las llamas lo hacían retroceder. Cuando engordó como el tronco de un palo borracho y perdió la gracia tan ágil de su juventud, lo quisi­mos aun menos. Alegre, con ojos tristes, dando saltos, vivió perdido en la sombra. Desapareció. Ni siquiera murió.




El séptimo, Zepelín, era un lebrel barrigón, de color de café con leche, que corría más lentamente que cualquier perro. Era tan tonto, que un día, persiguiendo con otros perros una liebre, corrió junto a ella y la dejó atrás. Esta escena me pareció tan insólita que la referí en un cuento de uno de mis libros. Nadie lo quería y él no quería a nadie, o bien todo el mundo lo quería y él quería a todo el mundo, según soplaba el viento. Seis perros lo ultimaron en una zanja. En otros tiempos, en otras tierras, lo hubieran coronado en honor a Diana.




El octavo, como el perro de Cornelio Agripa, se llamaba Señor. Era un perro en busca de su alma. Nadie lo maldijo, nadie le dijo "Vete, animal falaz, plena causa de mi destrucción", pero andaba perdido como si fuera culpable. Ciertamente no pensé en él cuando escribí mi soneto titulado "El perro de Cornelio Agripa"; más bien pensé en mi soneto cuando lo conocí a él. Un solo día lo quisimos, fue cuando creíamos que se había perdido y pasamos la noche llamándolo por todo el pueblo a gritos y muchos señores se asomaron a sus puertas para ver quién lo llamaba.




El noveno, Constantino, era atigrado, con la cabeza casi negra. Resolví no quererlo demasiado aunque se pareciera, por la forma de las orejas y el color, a Áyax, pero mi resolución no se cumplió. Constantino era nictálope. En la oscuridad total, buscaba en mi dormitorio una pelota de tenis, con la que solía jugar, y la traía y se detenía implacablemente ante mi cama. Algunas veces tuve que levantarme, a medianoche, para que cesara su llanto. Casi dormida le tiraba la pelota. Sólo entonces quedaba satisfecho. Sospecho que era sádico, pues durante el día esa misma pelota no le interesaba. Practicaba un narcisismo al revés. Odiaba su propia imagen, le gruñía, trataba de morderla en los estanques y en los espejos y a veces hasta en la sombra. Dormía en el cuarto contiguo al mío, sobre papeles limpios de diario, de modo que cuando se movía, daba la ilusión de estar leyendo el diario.


Le gustaba comer las patas de una mesa; en cuanto a sus propias patas, las limpiaba en el felpudo, antes de entrar en la casa, cuando llovía.


Constantino era miope como yo. Cuando paseábamos juntos, simultáneamente una suerte de estreme­cimiento nos atravesaba a los dos: veíamos aparecer en los caminos, al mismo tiempo, un gato, un papel, un pájaro, cualquier cosa, que en un primer momento no distinguíamos bien, y que luego reconocíamos. Grande y de apariencia feroz, era miedoso. Todo lo dejaba suponer. Cuando íbamos por la calle y yo veía venir a una persona con un perro de cualquier tamaño, gritaba: "Cuidado, porque este perro es muy malo". La otra persona cruzaba la calle o se alejaba, pensando que mi perro temblaba de furia. Temblaba de miedo. Después intuí que su temor provenía del miedo de inspirar miedo. Le repugnaba la violencia, salvo cuando corría a las ovejas, que degollaba con satisfacción íntima, o a los gatos: el odio, entonces, disipaba los temores.


Constantino no sólo era bondadoso, sino sensible, por eso a veces ponía cara de tonto aunque no lo fuera. Se sentaba junto al tocadiscos como para oír música de cerca. En una playa, tuvo una vez entre sus patas una gaviota herida, que aleteaba y que le hacía cosquillas en la nariz con las alas. Matarla hubiera sido natural para cualquier perro. No la mató; pero se sintió, desde aquel día, omnipotente, sobre todo en una playa, capaz de apresar a cualquier ave en su vuelo, sin intención de matarla, sólo para jugar con ella. Otra vez estábamos en el campo y nos alejamos de la casa; cuando oi la campana del almuerzo, grité que volvería en seguida para que no se alarmara mi familia; Constantino, al oírme, echó la cabeza hacia atrás, dio un aullido largo y desgarrador, como si hubiese sentido que me sucedía algo dramático.


Constantino parecía feroz pero era suave. La suerte y yo pretendimos vanamente modificar su carácter. Un día, a la entrada del Almacén Suizo, un señor corpulento y colorado, después de mirar con insistencia a Constantino, que temblaba frente a un perrito que parecía de juguete, sacó de su billetera una tarjeta que me tendió imperiosamente, después de preguntarme: "¿Qué edad tiene?", y al no recibir contestación prosiguió: "¿Perro suyo?"; sin esperar respuesta, seguro de si mismo, entró a comprar algo en el almacén. Leí la tarjeta: "Hans Hundhaus, profesor de perros policiales, enseña pruebas clásicas de equilibrio, ataque a mano armada, salto mortal, defensa propia. Se ruega al amo, lleve su bozal reglamentario y collar de enseñanza Echeverría 1590, Belgrano".


Esperé al profesor en la puerta del almacén, mirando dulces de frambuesa y los trámites que él hacia para comprar jamón. Con el paquete en la mano, se me acercó a la salida, seguro de su éxito y yo, dominada por impertérrita mirada.


—Entonces —exclamé, como continuando un diálogo interrumpido— enseña usted a los perros, señor Hundhaus.


—¿Interesa? —me contestó bruscamente.


—Mucho —le dije sintiendo que me imponía esa respuesta y que la providencia me lo enviaba. Con entusiasmo, mirando a Constantino, seguimos el diálogo telegráfico.


—¿Qué edad? —preguntó.


—Nueve meses.


—¿Nombre?


—Constantino.


—¿Constantino?


—Constantino Von Düseldorf.


—¿Enseñó algo?


—Sí.


—¿Qué enseñó?


—Dar la pata.


—Falderos da pata.


—Sentarse.


—Falderos también.


—Acostarse.


—Como traer pelota! Falderos.


—Chumbar.


—¿Qué es chumbar?


—Decirle chúmbale y que ladre.


—Ladrar, ¿nada más?


—¿Qué más?


—¿Cuándo da orden?


—A veces.


—Más importante callar. Traiga Constantino, once mañana, planta baja. No olvide traer puesto bozal reglamentario y... o collar de enseñanza.


—Pero no sé si podré ir hasta su casa.


—Lo que haga perro, perro agradece.


—¿No hará sufrir?


—¿Yo sufrir animal?


—Me resulta difícil...


—¿Difícil?


—Difícil ir a Belgrano a esa hora.


—Nada difícil cuando quiere. Espero mañana y... o pasado mañana.


Al día siguiente, fui con Constantino a la calle Echeverría. La entrada de los departamentos tenía un largo corredor que aislaba un poco la planta baja del resto de la casa, que daba a un patio. La puerta estaba abierta. Con temor, miré. En un cuarto lúgubre, con largos cortinados alegres, que 10 volvían más tétrico, vi muchas fotografías enmarcadas de perros en distintas posturas (algunos disfrazados de bandi­dos, de vigilantes o con una gorra marinera), y oí la voz del señor Hundhaus, que gritaba.


"Junto. Un. Dos. Un. Dos." Y a veces, con una voz grave, como quien dice gol, down, y luego con voz de falsete, "hoy esta bien". "Hoy esta bien". Toqué el timbre, pese a que la puerta estuviera abierta. El señor Hundhaus acudió con las manos apartadas del cuerpo, como si hubiere tocado en la cocina algo pringoso; las lenguas de los perros, pensé. Me hizo señas para que entrara. Sin saludar, o saludándome apenas, me dijo:


—¿Collar de enseñanza?


—¿Qué es eso? —pregunté, Sin recordar las recomendaciones que figuraban en la tarjeta.


—Aquí tengo —dijo el señor Hundhaus, y me trajo un collar, que por su novedad me hizo exclamar:


—¡Qué bonito!


El collar era de metal y al cerrarse sobre el cuello del animal que desobedecía indebidamente, clavaba las puntas implacables de sus eslabones.


—Nunca permitiré que mi perro sufra —le dije.


—No sufre, señora; solo si desobedece. Póngaselo usted y verá.


—Preferiría no ponérselo nunca y que desobedezca — le dije, lo que hizo sonreír al señor Hundhaus.


—Mujer sentimental, gusta perro salvaje.


No me gusta que me llamen sentimental. Le puse el collar a Constantino. Así empezaron las lecciones, que no presencié.


Al cabo de dos meses, Constantino sabía atacar, saltar, arrastrarse por el suelo, defenderse, enfurecerse, cuando el señor Hundhaus se lo ordenaba. El último día el maestro hizo una demostración que me dejó maravillada. Ya me imaginaba asustando al mundo, nunca asustada, junto a un perro tan bravo y obediente como el mío.


Sin embargo, me permití hacerle un reparo al señor Hundhaus, cuando me enteré que para su enseñanza alquilaba a un hombre y lo disfrazaba con bolsas para hacer simulacros de ataque. Se supone que el hombre andrajoso era el asaltante y el perro tenía que atacarlo.


—Pero, señor Hundhaus, ¿y si el asaltante está bien vestido? — le pregunté con énfasis—, ¿qué sucede?


—Asaltante no poner mejor traje para asaltar. Es lógico.


—Eso cree usted —le respondí—. Hoy día los asaltantes están bien vestidos.


—Constantino conoce mejor.




En casa Constantino no me obedeció. Protesté. Llamé por teléfono al señor Hundhaus para decirle: "Sus lecciones no sirvieron para nada", pero dije, con la intimidad que da la aflicción, "Hundhaus, ¿cómo hago?, no me obedece". Me contestó que yo no sabía dar órdenes y que fuera a su casa con tres terrones de azúcar para recibir las instrucciones. Entonces me acordé de Teresa Borra y de Carmelo Soldano que tampoco sabían dar órdenes, porque eran soberbios, y fui humildemente a la casa de Hundhaus.


El señor Hundhaus, que parecía un general en camiseta, me esperaba en la puerta. Hacía calor ese día y se enjugaba la frente, ya lustrosa, dándole más brillo. En cuanto llegué, fatigada, me senté en un sillón y él me dijo, o más bien me ordenó: "De pie". No era a Constantino sino a mí que me hablaba y de muy mal modo. Vacilé. Me puse de pie y el señor Hundhaus comenzó a darme las instrucciones.


—Ponga mi voz. Cuerpo erguido. No. No levantar mano. Diga down. Tranquila. Down. Perro sabe si está nerviosa.


Me pareció, en un momento dado, que Constantino y Hundhaus se reían de mí; sin embargo, Constantino dócilmente se arrastró por el suelo (pero mirando al señor Hundhaus). Después, como recompensa, tuve que darle azúcar.


Luego de nuevo:


—Ponga mi voz. Enérgica. Diga Acuéstese —ordenó Hundhaus.


Yo dócilmente dije a Constantino.


—Acuéstese —y a Hundhaus—: Usted me dijo que sólo los falderos aprenden a acostarse.


—Pero no de este modo —contestó arrebatado Hundhaus.


Durante un tiempo conseguí que algún amigo con voz parecida, o más parecida que la mía a la del señor Hundhaus, diera las órdenes a Constantino: pero fue una triste experiencia que no quise repetir.


Poco a poco, Constantino se fue adaptando a otro tipo de enseñanza. En realidad tuve que educarlo de nuevo, a mi modo. Conservé y utilicé, sin embargo, algunas de las palabras que Hundhaus empleaba: Aporte, para que el perro buscara algo; hoy, para que saltara; las, para que ladrara; down, para que se arrastrara; las demás palabras eran en castellano.


Cuando quise casar a Constantino, le conseguimos una perra que resultó ser su hermana; le pusimos de nombre Cleopatra. Constantino, al principio, creyó al verla que se estaba mirando en un espejo y la trató con aversión, y en ningún momento como un macho trata a una hembra. Nuestro jardín se llenó de perros enamorados de Cleopatra, pero Constantino los ignoraba, hasta que un día descubrió los secretos del sexo. Los hijos que nacieron de ese descubrimiento inces­tuoso fueron después, en el campo, el terror de las ovejas y de los terneros.


La alegría ocupó buena parte de nuestra vida en aquella época.


Muchas veces dormí teniendo la pata de Constantino, para serenarme y no para reconfortarlo, como lo hacía con Áyax. Si él me hubiera dicho algo me hubiera aconsejado "afrontar la noche, las tormentas, los accidentes, el ridículo, el hambre, los rechazos, como los árboles o los animales". O más bien, con las palabras del evangelio: "Considerad los lirios del campo, cómo crecen; no trabajan ni hilan".




Cuando me separé de Constantino para irme a Europa, lo dejé en el campo, porque pensé que ahí sería más dichoso. Me equivoqué.


En París, un día, en una pequeña librería, vi una fotografía de un perro idéntico a él. El librero, tomando en su mano la fotografía, me dijo: "Hace un mes que mi perro murió. Sufrí tanto cuando murió, que tuve que cerrar la librería durante una semana". Citó unos versos en francés que no recuerdo. En ese instante, presentí que no volvería a ver a Constantino.


Cuando volví a Buenos Aires, a los cinco días, me avisaron que Constantino estaba muy enfermo. Acudí al campo a verlo. Era pleno invierno, lo encontré deba­jo de una mesa, sobre el piso de baldosa de un cuarto helado, muriendo. Me dijeron que había comido carne con estricnina destinada a los gatos, pero sospeché que lo habían envenenado adrede, pues un niño del lugar me decía incesantemente: ''Murió de muerte natural".


Lo acomodé junto a la chimenea encendida. Durante toda la noche, dándole digitalina, traté de salvarlo. No podía moverse, pero trató de obedecerme hasta el último instante. Las últimas gotas de agua que bebió, las bebió porque se lo pedí. Al alba, como si hubiera mejorado y como si la luz del día con un silbido lo llamara, desde afuera, salió corriendo y cayó muerto. Lo enterramos y a cada palada de tierra que le echaban, el terrible niño salmodiaba, golpeando con un palo: "Murió de muerte natural. Murió de muerte natural".


Después, una noche tuve un sueño que no olvido:


Constantino cantaba música clásica. Uno podía pedirle que cantara cualquier cosa: de sus orejas peludas y grandes, lo que me hacía dudar de su identidad, como de una caja de música, al parecer, salían los sonidos que no eran un canturreo cualquiera, sino el sonido de una orquesta con sus violines, clarinetes, trombones, pianos, arpas, violoncelos y fagotes. Creo que le oí cantar la cuarta sinfonía o una sonata de Brahms, pero me constaba que su memoria disponía de un vastísimo repertorio que no tuve tiempo de escuchar, porque mi sueño era breve. Divertida con la musicalidad mágica de mi perro, andaba por las calles. Un desconocido se me acercó. Quise revelarle el prodigio.


—Canta de memoria cualquier cosa que uno le pide —le dije—. Pídale que cante lo que usted quiera.


—La quinta sonata de Scriabin —preanunció frí­volamente.


Susurré al oído de Constantino que cante la "Quinta sonata de Scriabin". La cantaría como siempre, pensé, débilmente, pero afinadamente. El desconocido protestó, no oía nada.


—Tiene que escucharlo pegado a su oreja —le dije. Venciendo su apatía, el desconocido se arrodilló, pegó su oreja incrédula a la oreja de Constantino.


—Tiene razón —respondió, escuchando; luego, poniéndose de pie, exclamó—: pero, ¡se oye tan poquito!

DEBAJO FOTOS DE SILVINA OCAMPO CON SU MARIDO ADOLFO BIOY CASARES Y ALGUNOS AMIGOS ENTRE ELLOS JORGE LUIS BORGES Y SUS PERROS (DAMOS PRECISIÓN SOBRE SUS NOMBRES EN LA ENTRADA DE ESTE BLOG "FILÓSOFOS Y ESCRITORES Y SUS PERROS" 



MIMOSO


Desde hacía cinco días Mimoso agonizaba. Mercedes con una cucharita le daba leche, jugo de frutas y té. Mercedes llamó por teléfono al embalsamador, dio la altura y el largo del perro y pidió los precios. Embalsamarlo iba a costar casi un mes de sueldo. Cortó la comunicación y pensó llevarlo inmediatamente para que no se estropeara demasiado. Al mirarse al espejo vio que sus ojos estaban muy hinchados por el llanto y decidió esperar la muerte de Mimoso. Junto a la estufa  de kerosene, colocó un platito y volvió a darle leche al perro, con la cucharita. Ya no abría la boca y la leche se derramó por el suelo. A las ocho llegó el marido, lloraron juntos y se consolaron pensando en el embalsamamiento. Imaginaron al perro a la entrada de la habitación, con sus ojos de vidrio, cuidando simbólicamente la casa.

A la mañana siguiente Mercedes metió al perro adentro de una bolsa. No estaba muerto, tal vez. Hizo un paquete con arpillera y papel de diario para no llamar la atención en el colectivo y lo llevó a la tienda del embalsamador. En el escaparate de la casa vio muchos pájaros, monos embalsamados y víboras. La hicieron esperar. El hombre apareció en mangas de camisa, fumando un cigarro toscano. Tomó el paquete, diciendo:


—Me trajo el perro. ¿Cómo lo quiere? —Mercedes parecía no comprender. El hombre trajo un álbum lleno de dibujos. —¿Lo quiere sentado, acostado o parado? ¿Sobre un soporte de madera negra o pintadito de blanco? ¿Cómo lo quiere?


Mercedes miró sin ver nada:


—Sentadito, con las patitas cruzadas.


—¿Con las patitas cruzadas? —repitió el hombre, como si no le gustara.

—Como usted quiera —dijo Mercedes, ruborizándose.

Hacía calor, un calor sofocante. Mercedes se quitó el abrigo.

—Vamos a ver al animal —dijo el hombre, abriendo el paquete.

Tomó a Mimoso por las patas traseras, y continuó: —No está tan gordito como su dueña —y lanzó una carcajada. La miró de arriba abajo y ella bajó los ojos y vio sus pechos bajo el sweater demasiado ajustado. —Cuando lo vea listo le va a dar ganas de comerlo.

Bruscamente, Mercedes se cubrió con el abrigo. Retorció entre sus manos sus guantes negros de cabritilla y dijo, tratando de contener sus deseos de abofetear o de quitar el perro al hombre:

—Quiero que tenga un soporte de madera como aquél – le enseñó el que sostenía una paloma mensajera.

—Veo que la señora tiene buen gusto —musitó el hombre—. ¿Y los ojos de qué los quiere? De vidrio resultará un poco más caro.

—Los quiero de vidrio —respondió Mercedes, mordiendo los guantes.

—¿Verdes, azules o amarillos?

—Amarillos —dijo Mercedes, impetuosamente—. Tenía los ojos amarillos como las mariposas.

—¿Y usted le vio los ojos a las mariposas?

— Como las alas —protestó Mercedes—, como las alas de las mariposas.

— ¡Ya me parecía! Tiene que pagar adelantado – dijo el hombre.

—Ya lo sé —respondió Mercedes —me lo dijo por teléfono —abrió su cartera y sacó los billetes; los contó y los dejó sobre la mesa. El hombre le dio el recibo. —¿Cuándo  estará listo para venir a buscarlo? —preguntó, guardando el recibo en su cartera.

—No hace falta. Se lo llevaré yo el veinte del mes que viene.

— Vendré a buscarlo con mi marido —respondió Mercedes y salió precipitadamente de la casa.

Las amigas de Mercedes supieron que el perro había muerto y quisieron saber qué habían hecho con el cadáver: Mercedes dijo que lo habían hecho embalsamar y nadie le creyó. Muchas personas rieron. Ella resolvió que era mejor decir que lo había tirado por ahí.

Con su tejido en la mano esperaba como Penélope, tejiendo, la llegada del perro embalsamado. Pero el perro no llegaba. Mercedes todavía lloraba y se secaba las lágrimas con el pañuelo floreado.

El día convenido Mercedes recibió un llamado telefónico: el perro ya estaba embalsamado, sólo faltaba ir a buscarlo. El hombre no podía ir tan lejos. Mercedes y su marido fueron a buscar al perro en un taxímetro.

—Lo que nos ha hecho gastar este perro —dijo el marido de Mercedes, en el taxímetro, mirando los números que subían.

—Un hijo no hubiera costado más —dijo Mercedes, sacando su pañuelo del bolsillo y enjugándose las lágrimas.

—Bueno, basta; ya lloraste bastante.

En la casa del embalsamador tuvieron que esperar. Mercedes no hablaba, pero su marido la miraba atentamente.

—¿La gente no dirá que estás loca? —inquirió su marido con una sonrisa.

—Peor para ellos —respondió Mercedes apasionadamente— no tienen corazón, y la vida es muy triste para los que no tienen corazón. Nadie los quiere.

—Mujer, tienes razón.

El embalsamador trajo casi demasiado pronto al perro. Sobre un pie de madera barnizada de oscuro, semisentado, con los ojos de vidrio y el hocico barnizado estaba Mimoso. Nunca había parecido de mejor salud; estaba gordo, bien peinado y lustroso, lo único que le faltaba era hablar. Mercedes lo acarició con sus manos trémulas; lágrimas saltaron de sus ojos y cayeron sobre la cabeza del perro.

—No me lo moje – dijo el embalsamador – y lávese la mano.

—Sólo le falta hablar – dijo el marido de Mercedes – ¿Cómo hace estas maravillas?

— Con venenos, señor. Todo el trabajo lo hago con venenos, con guantes y anteojos; de otro modo, me intoxicaría. Es un sistema personal. ¿No hay niños en su casa?

—No.

—¿Será peligroso para nosotros? —preguntó Mercedes.

—Únicamente si lo comen —respondió el hombre.

— Tenemos que envolverlo —dijo Mercedes, después de secar sus lágrimas.

El embalsamador envolvió al animal embalsamado en papeles de diario y entregó el paquete al marido de Mercedes. Salieron con alegría. En el camino hablaron del lugar donde colocarían a Mimoso. Eligieron el vestíbulo de la casa, junto a la mesita del teléfono en donde Mimoso los esperaba cuando ellos salían.

Después de examinar el trabajo del embalsamador, una vez en la casa, lo colocaron al perro en el lugar elegido. Mercedes se sentó frente a él para mirarlo: ese perro muerto la acompañaría como la había acompañado el mismo perro vivo, la defendería de los ladrones y de la soledad. Le acarició la cabeza con la punta de los dedos y cuando creyó que el marido no la miraba, le dio un beso furtivo.

—¿Qué dirán tus amigas cuando vean esto? – inquirió el marido–. Qué dirá el tenedor de libros de la Casa Merluchi.

—Cuando vengan a cenar lo guardaré en el armario o diré que fue un regalo de la señora del segundo piso.

—Tendrás que decírselo a la señora.

—Se lo diré —dijo Mercedes.

Aquella noche bebieron un vino especial y se acostaron más tarde que de costumbre.

La señora del segundo piso sonrió ante el pedido de Mercedes. Comprendió la perversidad del mundo ante el cual una mujer no puede mandar a embalsamar a su perro sin que la crean loca.

Mercedes era más feliz con el perro embalsamado que con el perro vivo; no le daba de comer, no tenía que sacarlo para que orinara, ni tenía que bañarlo, no le ensuciaba la casa ni le mordía el felpudo. Pero la felicidad no es duradera. Bajo la forma de un anónimo llegó la maledicencia a esa casa. Un dibujo obsceno ilustraba las palabras. El marido de Mercedes tembló de indignación: el fuego ardía en la cocina menos que en su corazón. Tomó al perro sobre sus rodillas, lo quebró en varias partes como si fuese una rama seca y lo arrojó al horno que estaba abierto.

—Que sea o no verdad no importa, lo que importa es que lo digan.

—No me impedirás que sueñe con él —gritó Mercedes y se acostó en la cama vestida. —Sé quién es el hombre perverso que hace anónimos. Es ese tenedor de porquería. No volverá a entrar en esta casa.

—Tendrás que recibirlo. Esta noche viene a cenar.

—¿Esta noche? —dijo Mercedes. Saltó de la cama y corrió a la cocina a preparar la cena, con una sonrisa en los labios. Puso junto al perro el asado de tira, en el horno.

Preparó la comida más temprano que de costumbre.

—Hay asado con cuero —anunció Mercedes.

Antes de saludar, junto a la puerta, el invitado se restregó las manos, al tomar el olor que venía del horno. Después, mientras se servía, dijo:

—Estos animales parecen embalsamados —miró con admiración los ojos del perro.

—En China —dijo Mercedes —, me han dicho que la gente come perros, ¿será cierto o será un cuento chino?

—Yo no sé. Pero por nada del mundo los comería.

—No hay que decir “de este perro no comeré” —respondió Mercedes, con una sonrisa encantadora.

—De esta agua no beberé —corrigió el marido.

El invitado se asombró de que Mercedes hablara con tanto desparpajo de los perros.

—Tendremos que llamar al peluquero —dijo el invitado, viendo la  carne con cuero donde asomaban algunos pelos y, riendo a carcajadas, con una risa contagiosa, preguntó: – ¿La carne con cuero se come con salsa?

—Es una novedad —contestó Mercedes.

El invitado se sirvió de la fuente, chupó un pedazo de cuero untado con salsa, lo mascó y cayó muerto.

—Mimoso todavía me defiende —dijo Mercedes, recogiendo los platos y secando sus lágrimas, pues lloraba cuando reía




martes, 23 de noviembre de 2021

PATORUZÚ Y LOS PERROS

 


HAY TRES ANDANZAS DE PATORUZÚ DONDE SE DESTACAN LOS CANES EN LA TRAMA: UNA QUE ES LA SEGUNDA PARTE DE LA 175 TITULADA "EL PERRITO", OTRA CON EL MISMO TÍTULO Y LA NRO. 242 "LA HORA DE LOS PERROS". 

Y, EN UNA CUARTA ANDANZA, LA NRO. 119 "LA FUENTE DE LOS DESEOS" EXISTE UN FINAL SORPRESA QUE NO QUEREMOS "SPOILEAR" POR ESO, TAMBIÉN LA PRESETAMOS ENTERA AL FINAL DE TODA ESTA ENTRADA.


DEBAJO LAS COLOCAMOS COMPLETAS


NRO. 175 "EL PERRITO" 
















"EL PERRITO"


































NRO. 242 "LA HORA DE LOS PERROS"















































































ANDANZA DE PATORUZÚ NRO. 119 "LA FUENTE DE LOS DESEOS"