La nariz de Lino temblaba de una forma tan lastimera, había en sus ojos una mirada tan callada, tan triste, que al señor Potts se le encogió el corazón. Aunque hizo todo lo que pudo para que no se le notase.
-Bueno -dijo, con severidad impostada-, supongo que lo mejor será que te vengas a vivir conmigo.
Se levantó, y empezó a alejarse del banquito. Lino se levantó también, pero se quedó quieto, tendiéndole una pata.
-Ah, y una cosa más -dijo Potts, dándose la vuelta y mirándolo a los ojos- que es mejor que te quede clara antes de que te mudes a mi casa. Escucha bien -señaló a Lino con el dedo, y el perro dio un paso atrás como si esperara recibir un disparo. Aunque no dejó de contemplar, perplejo, a su nuevo amo-. Deja ya de actuar como si fueras un perro de pelea -dijo Potts con mayor autoridad que nunca-, ¡no eres un perro de pelea! Eres un perro guardián. Eso es lo que eres. Muy bien. Compórtate como tal. Inténtalo, al menos. Soy un hombre tranquilo, ¡necesito tranquilidad a mi alrededor!
En la pausa que siguió a ese momento, mientras Lino y su amo se miraban, resultó curioso lo mucho que se parecían. Perro y hombre eran la misma cosa, parte de una misma esencia. Los dos podían percibirlo con claridad. Entonces Potts se volvió de golpe y puso rumbo a casa.
Y, con absoluta timidez, casi tropezando con sus propias patas, Lino caminó tras la humilde y pequeña figura de su nuevo amigo.
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