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¡BUEN DÍA!

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PERROS Y GATOS FAMOSOS LA FAMA ES PURO CUENTO (AQUÍ NO TRATAMOS SÓLO DE PERROS Y GATOS AFAMADOS O CON AMIGOS CÉLEBRES) PERO ES UNA BUENA PUERTA DE ENTRADA PARA CONOCER HISTORIAS O ESTAMPAS ENTRAÑABLES. AL FIN Y AL CABO: EN CUALQUIER PERRO O GATO CONFLUYEN TODOS LOS PERROS O GATOS QUE EXISTEN O HAN EXISTIDO TANTO EN LA REALIDAD COMO EN LA IMAGINACIÓN HUMANA.

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sábado, 15 de febrero de 2025

SOLUCIÓN - EMILIA PARDO BAZÁN

 






Solución

Emilia Pardo Bazán




[Nota preliminar: edición digital a partir de la de La Ilustración Española y Americana núm. 36, 1908, y cotejada con la edición crítica de Juan Paredes Núñez, Cuentos completos, La Coruña, Fundación Pedro Barrié de la Maza, Conde de Fenosa, 1990, t. III, pp. 44-46.]





Más fijo era que el sol: a las tres de la tarde en invierno y a las cinco en verano, pasaba Frasquita Llerena hacia el Retiro, llevando sujeto por fuerte cordón de seda rojo, cuyo extremo se anudaba a la argolla del lindo collarín de badana blanca y relucientes cascabeles argentinos, a su grifón Mosquito, pequeño como un juguete. El animalito era una preciosidad: sus sedas gris acero se acortinaban revueltas sobre su hociquín, negro y brillante, y sus ojos, enormes parecían, tras la persiana sedeña, dos uvas maduras, dulces de comer. Cuando Mosquito se cansaba, Frasquita lo cogía en brazos. Si por algo sentía Frasquita no tener coche, era por no poder arrellanar en un cojín de su berlina al grifón.

Solterona y bien avenida con su libertad, Frasquita no se tomaba molestias sino por el bichejo. Ella lo lavaba, lo espulgaba, lo jabonaba, lo perfumaba con colonia legítima de Farina; ella le servía su comida fantástica: crema de huevo, bolitas de arroz; ella le limpiaba la dentadura con oralina y cepillo. De noche, en diciembre, saltaba de la cama, descalza, para ver dormir al cusculeto sobre almohadón de pluma, bajo una manta microscópica de raso enguatado. De día, lo sacaba en persona «a tomar aire puro». ¿Confiarlo a la criada? ¡No faltaría sino que lo perdiese o se lo dejase quitar!

Una esplenderosa tarde de abril, domingo, subiendo por la acera atestada de la calle de Alcalá, Frasquita notó una sensación extraña, como si acabase de quedarse sola entre el gentío. Antes de tener tiempo de darse cuenta de lo que le sucedía, se cruzó con un conocido, señor machucho, don Santos Comares de la Puente, alto funcionario en el Ministerio de Hacienda. La saludó, sonrió y, según la costumbre española, la paró un instante informándose de la salud. Cuando el buen señor se perdió entre la densa muchedumbre que aguardaba el «desfile» de la corrida de toros, Frasquita percibió otra vez la soledad; el cordón rojo flotaba, cortado; Mosquito había desaparecido.

Tenía Frasquita un carácter reconcentrado y enérgico, frecuente en las mujeres que han llegado a los cuarenta años sin la sombra y el calor de la familia. No gritó, no alborotó: a fuer de solterona, temía a las cuchufletas. Miró a su alrededor; ni andaba por allí el perro, ni nadie que tuviese trazas de habérselo llevado. Interrogó a los porteros de las casas; avisó y ofreció propina a los guardias; puso anuncios en los diarios; votó una misa a San Antonio, abogado de las cosas perdidas. Mosquito no estaba perdido, sino robado..., y el santo se inhibió; los ladrones no son de su incumbencia.

Al cabo de dos meses, no habiendo parecido el grifón, Frasquita enfermó de ictericia. Para espantar la tristeza la mandaron pasear mucho, entre calles, por sitios alegres y concurridos. Parada delante de un escaparate, en la carrera, de pronto el claro vidrio reflejó una forma tan conocida como adorada: ¡el encantín! Se volvió conteniendo un grito de salvaje alegría..., y lo mismo que cuando había desaparecido el perro, vio ante sí la figura gallarda de don Santos Comares, saludando y preguntando machacona y cordialmente: «¿Qué tal esa salud?...». Sólo que, bajo el puño de la manga izquierda del empleado, entre el brazo y el cuerpo, asomaba la cabecita adorable, los ojos como uvas en sazón y se oía el cómico ladrido, de falsete, de Mosquito, jubiloso al reconocer a su antigua ama.

-¡Hijo! ¡Tesoro! ¡Encanto de mi vida! ¡Cielín!

Se abalanzó ella para apoderarse del chucho, pero ya don Santos, a la defensiva, daba dos para atrás y protegía la presa con un «¡Señora!», indignado y escandalizado, que hizo volverse irónicos y risueños a los transeúntes.

-¡Me gusta! Ese perro es el mío, y ahora ya comprendo quién me lo cogió. Fue usted, usted mismo, aquella tarde, en la acera de la calle de Alcalá -declaró fuera de sí Frasquita, pronta a recurrir a vías de hecho.

-¡Señora! -repitió don Santos, retrocediendo otro poco y dispuesto a vender cara su vida-. ¿Me toma usted por ladrón de bichos? Este perrito me pertenece: lo he comprado, y no barato, por mi dinero; lo tengo empadronado, y a nadie consentiré que me dispute su propiedad.

-Bien habrá usted leído en el collar mis iniciales y el nombre del animalito. Verá usted cómo atiende, cómo me mira. «¡Mosquitín!» ¿No me conoces, hechizo mío?

-El perro, señora, cuando lo adquirí, venía desnudo de toda prenda; este collar se lo encargué a Melerio, y le puse Togo; soy admirador de los marinos japoneses. Toguín, Toguín; ya lo ha visto usted: menea la cola.

Frasquita, desesperada, sintió que dos lágrimas iban a saltar de sus lagrimales. La gente empezaba a formar corro; se oían dicharachos. El decoro se sobrepuso a la pasión. Temblona, habló en voz baja, roncamente:

-Bueno, señor Comares, bueno... Llévese usted lo que no es suyo. Cuando le dé a usted vergüenza tal proceder espero que restituirá. Creí que era usted un caballero. Allá usted, si tiene alma para aprovecharse de que me hayan robado indignamente... ¡Así estamos en España, porque se consienten estas picardías!

Y volviendo las espaldas, sin tender la mano a su contricante, tomó hacia la calle de Sevilla, seguida por cien miradas de curiosidad y chunga malévola...

Su padecimiento se agravó. El médico que la asistía supo la causa moral que destruía aquel cuerpo y torturaba aquel espíritu, y al visitar para recetar aguas minerales al señor Comares, que era de sus clientes, le enteró de lo que pasaba. No era el alto empleado ningún hombre sin corazón. Solicitó ver a Frasquita, llevó consigo a Mosquito y lo colocó en el regazo de la solterona.

-Señora, yo estoy disgustado; advierto a usted que disgustadísimo... No me es posible ceder a usted otra vez el perro; pero se lo traeré siempre que tenga cinco minutos disponibles, para que usted lo acaricie y vea que está gordito y sano.

-¿Se burla usted de mí? -saltó, furiosa, ella-. En esa forma, no quiero que mi chuchín se ponga delante de mi vista. ¿Traérmelo y quitármelo? Ni que usted lo piense, señor mío; ¿qué se ha figurado?

-Cálmese usted, Frasquita... Considere usted... Todos somos de carne y hueso, todos tenemos nuestros afectos y nuestra sensibilidad. Desde que perdí a mi chico único, que daba tantas esperanzas, y de resultas a mi pobre mujer, y con una serie de penas que si se las contase a usted se enternecería..., no hay a mi alrededor nadie que me acompañe... Resulta que le he cogido cariño al animalito... Es un gitano... Tráteme usted todo lo mal que guste; no le devuelvo a Togo. No, señor; es ya una cuestión personalísima.

Frasquita callaba, ceñuda, meditando. De improviso se alzó de la chaise-longue, se apoderó del perro, abrió la ventana y, alzando en el aire al grifón, exclamó, trágicamente:

-Intente usted robármelo otra vez, y va a la calle.

Don Santos se quedó hecho un marmolillo. Veía ya a su Togo estrellado sobre la acera, cerrados los enormes ojos, rota la cabezuela contra las losas, flojas las sedas, frías las patas... La mujer había vencido: la furia pasional arrollaba al tranquilo y nostálgico querer...

A la mañana siguiente, Frasquita recibió una atenta esquela de don Santos. El viudo le pedía permiso para frecuentar la casa; así vería alguna vez a Togo y le llevaría bombones de chocolate.



No era posible rehusar. La triunfadora acogió amablemente al derrotado. A causa de la oposición de sus genios, congeniaron; se habituaron a verse y a tolerarse sus manías de almas rancias y solitarias, sus herrumbres de cuerpos en decadencia. Al cabo de un año, el perrito fue de ambos con igual derecho, y paseó en la berlina de los consortes. Pero el esposo siempre le llamó Togo, y Mosquito, la esposa.


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