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¡BUEN DÍA!

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PERROS Y GATOS FAMOSOS LA FAMA ES PURO CUENTO (AQUÍ NO TRATAMOS SÓLO DE PERROS Y GATOS AFAMADOS O CON AMIGOS CÉLEBRES) PERO ES UNA BUENA PUERTA DE ENTRADA PARA CONOCER HISTORIAS O ESTAMPAS ENTRAÑABLES. AL FIN Y AL CABO: EN CUALQUIER PERRO O GATO CONFLUYEN TODOS LOS PERROS O GATOS QUE EXISTEN O HAN EXISTIDO TANTO EN LA REALIDAD COMO EN LA IMAGINACIÓN HUMANA.

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domingo, 10 de diciembre de 2023

EL PEOR DÍA DEL AÑO - JOHANNES MARIO SIMMEL

 





El peor día del año 


No se le podía considerar bonito, por muy buena voluntad que tuviera uno. Su piel, a manchas blancas y negras, era greñuda y áspera; las patas resultaban demasiado delgadas, cortas y torcidas, y las grandes orejas, que colgaban tristemente, eran además desiguales. Los ojos, redondos y mates, expresaban tristeza. Era un perrito pequeño y mustio). Vagaba inseguro y tímido por el vestíbulo de Ia estación. Dicho vestíbulo era enorme y estaba muy iluminado. Quien tuviera dinero, podía comprarse gruesos cigarros, ingeniosos libros, los mas ricos manjares, los caramelos mas multicolores y fascinantes perfumes del lejano París. En medio del inmenso vestíbulo había un árbol de Navidad, que medía sus diez metros de altura. Velas eléctricas relucían en sus ramas, y de éstas pendían vaporosas tiras plateadas. EI árbol era casi tan enorme como el vestíbulo. Debajo de una estrella colocada en su punta decía que los ferrocarriles federales alemanes deseaban a todos felices fiestas. El letrero llevaba allí una semana, pero hoy, por fin, había llegado el día. Porque era el veinticuatro de diciembre. Fuera hacía mucho frío. En el vestíbulo se estaba mejor. Por eso se había refugiado allí el perrito. Porque fuera, en las calles mojadas por Ia Iluvia, se helaba. El pobre animal tambien tenía hambre. Pero  el frío era aun peor. No hay nada tan malo para los perros pequeños como el frío. En el vestíbulo de la estación había mucha, mucha gente. El perrito debía ir con gran cuidado para que nadie le pisara sin querer. Mirara donde mirase, no veía más que piernas. Piernas de señora y piernas de caballero y piernas de niño. Y patas de otros perros más grandes, bonitos y elegantes. Y más felices que él. Los demás perros íban todos junto a las piernas de sus amos, eran perros que tenían a alguien a quien pertenecer. No estaban tan solos como el desdichado perrito de las orejas desiguales y la nariz manchada. No todas las personas que había en el vestíbulo de la estación eran clientes de los ferrocarriles. No todas íban de viaje. Algunas hacían allí, en el último instante, sus compras navideñas. Hasta muy avanzada la tarde habían estado sentadas en sus oficinas, o en las salas de conferencias, o detrás de alguna taquilla. Las tiendas de la ciudad habían cerrado ya sus puertas y únicamente los establecimientos de la estación continuaban abiertos. Eran muchas las personas que compraban cosas aromáticas, sabrosas, bonitas. Y entre todas ellas se movia el pobre y delgaducho perro. Mucha gente le vió. Mucha gente le oyó, porque de vez en cuando soltaba un gemido quedo y modesto. Pero eran las seis y media de la tarde del veinticuatro de diciembre. ¿Quién íba a tener tiempo de preocuparse de un pequeño cuzco? 


Un señor preguntó: ¿te has perdido? Y una dama dijo: 


-iMira este pobre perro, Félix! No deberíamos...? 


Pero Félix la interrumpio: 


—¡Vamos, date prisa! Tenemos el coche mal estacionado. ¿Quieres que nos pongan una multa por culpa de ese bicho? 


Como hemos dicho, era el veinticuatro de diciembre. Una nina pequeña exclamó: 


—iOh, mira, mamá, qué perro más feo! Nuestro "Rex" es mucho más bonito, ¿no? Un San Bernardo olisqueó al perrito alli donde los canes grandes suelen olisquear a los pequeños. 


Y un señor muy nervioso y muy excitado, que aquella noche aún debía comprar regalos para once familiares, dió un pequeño pisotón al animalito, cuando éste se metió entre sus piernas, y gruñó: ¡Lo que me faltaba! 

Junto al impresionante árbol de Navidad de la estación había un banco. Y sentada en él, una anciana señorita. Fraulein Strohbach. Emilie Strohbach, pensionista. Llevaba un anticuado pero limpio y decente abrigo de astracán negro, y un diminuto sombrero negro sobre sus cabellos blancos. Unas anticuadas botitas calzaban sus pequeños pies, y sus pequeñas manos se calentaban en un manguito también muy anticuado. Fraulein Emilie Strohbach era muy menuda y muy vieja. Su rostro expresaba desaliento y bondad. Y es que Emilie Strohbach era demasiado anciana ... Había sobrevivido a todos sus parientes, y ahora estaba sola en el mundo ¡No es ninguna broma ser viejo y estar solo! De todos los dias del año Fraulein Strohbach temía principalmente éste: el de Nochebuena, el horrible veinticuatro de diciembre. iQué día, caramba! Los demás tampoco eran precisamente maravillosos, pero ese veinticuatro era, con mucho, el peor. En casa, en la oscura habitation Ilena de viejos muebles, la pobre mujer se sentía ahogada por los recuerdos. En casa sólo cabía pensar: entonces, entonces, entonces... 

En casa siempre había algo que hiciera llorar.

 No es que el hogar de la ancianita estuviese frío o careciese de intimidad, inada de eso! Reinaba allí un calor agradable y había pan de especias y también una rama de abeto con una vela amarilla, porque Fraulein Strohbach cobraba trescientos marcos de jubilación al mes, y una persona podía vivir con ello, si no había más, aunque no le diera para comprarse un Mercedes 600, precisamente. Pero... ¿para qué hubiese querido Fraulein Strohbach un Mercedes 600? 

No, no era el frio ni la pobreza de su cuarto lo que la asustaba. Era otra cosa: la soledad. Por eso había caminado la viejecita hasta el vestíbulo de la estación. Allí se sentía mucho más a gusto, más distraída. Había voces y otras personas a las que observar en su interesante ir y venir. ¡Vida, eso era, alli habia vida!

 Fraulein Strohbach estaba casi encariñada con la estación. Y había decidido permanecer allí un buen rato más. En el banco habia espacio suficiente, porque lo ocupaba ella sola. La menuda anciana se puso cómoda y estiró sus miembros. 

Era la única persona que estaba sentada en todo el vestíbulo. Las demás se movían aprisa o estaban de pie. El carrusel de la fiesta navideña giraba alrededor de Emilie Strohbach, y ella era el centro. La buena mujer pensaba entristecida en tres cosas.

 La primera: "iSi al menos tuviese una sóla persona a cuya casa ir!" La segunda: "iLástima que no tenga un poco más de dinero para comprarme algo bonito!" Y la tercera: "Ojalá hubiera pasado ya este día veinticuatro de diciembre!" 

Precisamente estaba entregada a este tercer pensamiento, cuando vió al perrito. En su penoso camino a través del gran vestíbulo, el pequeño había Ilegado por fin al banco situado junto al iluminado abeto. Allí se detuvo y miró a Fraulein Strohbach con ojillos tristes y humildes. Tenía gachas las desiguales orejas, y su corto rabo se movía sin descanso. 

Fraulein Strohbach era la única persona de la estación que tenía tiempo. Y cometió un error. Dedicó al perro un par de palabritas amables. Dijo: 

- ¿Qué haces tú aquí? 

Con eso estuvo perdida. 

El pequeño perro no cabía en su pellejo de alegría. Ladró entusiasmado, saltó sobre el banco y empezó a lamer la mano que la anciana había sacado del manguito. 

Horas y días había vagado por las calles, sin saber adónde ir. Y ahora, de repente, alguien le preguntaba: ¿Qué haces tú aquí?" Que lo interpretara como una muestra de simpatía, era natural. Seamos sinceros: ¿Qué habrían hecho ustedes en su caso? 

Existe un grado mínimo de soledad, del que nace una disposición a la fe. Aquel perrito feúcho creyó  que Emilie Strohbach se interesaba por él. Por consiguiente, gimoteó y le lamió la mano y le ofreció su mejor lado, es decir, el derecho, donde su piel era menos hirsuta. 

Fraulein Strohbach emitió una risita delgada y aguda. Luego acarició al animalito con mano algo insegura y débil, a la vez que decía: 

—Vete, perrito, vete. 

Pero el cuzco no se fue. Por el contrario, apoyó la cabeza en su regazo y sonrió feliz. Esta sonrisa significaba: Al fin encontré el hogar. 

Aquella especie de sonrisa perruna asustó a Ia anciana. "iAy, Dios mío! —pensó—. ¿Qué sucederá si el perro no quiere apartarse de mí? ¿Qué hago yo con un perro? ¡Yo que sólo tengo para ir pasando tan justo? iAyudame, Dios mío! que este animal sea comprensivo y se aleje!" 

Pero el buen Dios no escuchó sus ruegos. (Todos sabemos lo atareado que anda Dios en un veinticuatro de diciembre. )

 —Anda, vete —dijo Frau Strohbach y dió un pequeño empujoncito al perro. 

Este cayó al suelo, soltó un breve ladrido alegre y volvió a saltar al banco. iQué juego tan divertido! 

- ¡Ay, cielos! —suspiró la mujer, levantándose para tomar el camino de Ia salida. 

El perro la siguió con sonoros ladridos. Fraulein Strohbach probó diversos trucos. Se puso a andar aprisa, que casi corría. Se escondió detrás de una columna. Avanzó en zigzag y describió audaces curvas. El animalito la seguía a todas partes más contento que nunca. 

Por último, la anciana volvió jadeante a su banco. Y antes de que se hubiera sentado, lo hizo el perro. 

Fraulein Strohbach sintió verdadera desesperación. De cara al animalito, que la miraba muy atento, dijo: 

- ¿Qué voy a hacer yo contigo? Soy pobre, ¿no lo entiendes? Demasiado pobre para tener un perro. 

La respuesta fueron unos entusiasmados ladridos. 

—iCállate! Déjame en paz. ¿No tienes ninguna casa adónde ir?

 El perrito sacudió la cabeza. 

—iAy, cielo santo! —exclamó la mujer. Mucha gente pasó por delante del banco. Todo el  mundo tenía prisa. Et vestíbulo se vació. La Nochebuena se acercaba a pasos agigantados. 

—La comida, el impuesto... No, no puede ser —dijo Frain Strohbach—. Cuento con trescientos marcos al mes —le explicó innecesariarnente al cuzco, mientras (y ahora cometió otro error) acarició su áspera piel con cariño y pensaba: "Sólo con que cobrara un poco más... Justo lo que necesitaría para mantenerte, porque me gustas Y ya no estaría tan sola..." 

Pero al mismo tiempo se dijo: "iBah, qué disparate! Un perro no entra en mi presupuesto, y basta." 

Esto era lo que pensaba. Y por eso añadió en voz alta:

 —No voy a dejar que me venzas, pequeñuelo. ¿Sabes qué haré si no to largas enseguida? iLlevarte a la policia de la estación! ¡Eso mismo haré, sí! Vete, pues, eh? 

Pero el perro no se movió. Y Fraulein Strohbach no lo entregó a la policia. Durance más de una hora permanecieron los dos sentados en el banco, bajo el gran abeto, mirándose callados y pensando en el pasado.

 Por fin ella dijo: 

—iSólo me faltabas tú!

 El perro se puso de nuevo a lamerle la mano. En la lejanía sonaron las campanas, y fuera, en medio de la fría lluvia, brillaban numerosas luces: verdes, rojas y blancas. Ahora, el vestíbulo estaba desierto. La gente se había ído yendo Las tiendas de la estación cerraban sus puertas. Fraulein Strohbach y el perro continuaban en el banco. 

Entonces se acercó un hombre. Era corpulento, alto y tenía la cara roja.

 —Disculpe usted —dijo, con una inclinación —¿Aceptaría esto señora? 

Y entregó a la viejecita un paquete y un sobre. 

Fraulein Strohbach tuvo un sobresalto. 

-Quien es usted? 

—Me llamo Brenner —explicó el hombre—. Soy el propietario de la tienda de comestibles de ahí enfrente. Les he estado observando a usted y al perro. Llevo una hora observándoles. 

—¿Qué... qué hay en este paquete? 

—Un poco de jamon, embutido, queso, un par de latas de conservas y pan. Una botellita de cognac, además, porque hace frio. Y café, café del bueno.. Y uvas... 

El perro ladró.

 - y dos hermosos huesos —agregó el voluminoso tendero. 

Fraulein Strohbach se echó a llorar y dijo con voz queda: 

—Pero. . . ¡esto no puede ser, Herr Brenner! No puedo aceptarlo... 

—La estuve observando —repitió el hombre—. ¿Por qué no puede aceptar el paquetito? 

—Porque... porque yo no le conozco a usted, señor... 

—Pero yo sí que la conozco a usted —contestó el comerciante, con una sonrisa. 

- ¿A mí? ¿Sabe quién soy? 

—Sí. Es la amable señora que se mostró cariñosa con el perro —declaró el hombre—Me gusta ver personas amables. Y perros amables. Y ahora vayase a casa, querida señora. 

Fraulein Strohbach rebuscó en su anticuado bolso y murmuró:

 —No tengo pañuelo. 

El hombre le dió el suyo, que era blanco como la nieve y muy grande. 

La anciana se sonó y preguntó: 

- ¿Qué hay en el sobre? 

El hombre grueso respondió algo turbado: —Bah, no quiera saber tanto... Es un anticipo. 

-¿Un anticipo? ¿De qué? 

- ¡Del impuesto que tendrá que pagar por el perro, mujer! Porque de eso me hago cargo yo, ¿entendido? 

—iNo!

 —¡Si! 

—Pero.. . ¿por qué va a pagarlo usted? 

—Pues ... no lo sé, en realidad —confesó el hombre—. Simplemente, me gusta hacerlo. Estrechó después la mano de Fraulein Strohbach y la pata del perrito, y dijo: 

—iFeliz Navidad, amigos! . 

-iQue pase usted también unas felices fiestas! —contestó la anciana—. Es una buena persona, Herr Brenner. 

—iBah, tonterias! —protesto éste. 

El feúcho perro ladró, y eso quería decir: "¡Que sí, que si!" 

—Ven, pequeño —dijo entonces Fraulein Strohbach—. Ahora vamos a casa. 

iA casa... ! De pronto, el regreso al hogar le daba una ilusión inmensa.












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